2008-09-20

Malinterpretados o malentendidos

El motivo de este post es la abundancia de declaraciones que una vez salidas de las bocas de individuos más o menos notorios, y no alcanzando tal vez la aquiescencia del auditorio al que se suponía iban dirigidas o levantando reacciones no deseadas, mueven al emisor al yonodijeeso o al semehamalinterpretado; incluso, en el caso de algunos políticos al nonoshanentendido o, en otros más humildes, al “no nos hemos sabido explicar”.

Haciendo un poco de historia, recuerdo a aquel iluminado “consejero delegado” de IU, el parabolista Anguita, que, tras una campaña de acoso y derribo al PSOE, azuzado por Aznar, sólo consiguió añadir un escaño a su ya escuálida formación, bien que a costa de sacar del poder a la izquierda. ¡El electorado no nos entendido!, decía más o menos este comunista. El doctor Llamazares, algo más realista, echa la culpa de su tsunami a la Ley Electoral, que prima a los poderosos, sin reparar, quizá, en que es la misma ley que les permitió otrora una representación más adecuada.

Tras esas elecciones del 11-M, tampoco parecieron muy satisfechos PP ni PSOE con la recepción de su mensaje: Rajoy, porque no dudaba de su victoria, tras su alianza con el Cielo, con el lunático de la AVT, y tras arrebañar votos en colectivos agraviados, como el de los cazadores, que seguían queriendo extender el saturnismo con sus perdigones, o el de los afectados por el timo de los sellos, que pretendían que el Estado sufragase sus pérdidas como podrían pretenderlo los que dilapidan su patrimonio en la ruleta del casino.
El PSOE tampoco entendía muy cómo no había conseguido la mayoría absoluta tras el desaforado y desternillante cuatrieño del PP en la oposición.

Quizá sea el señor Rajoy el político que más declaraciones ha tenido que matizar a posteriori. Criticar que un número de trabajadores extranjeros legalizados cobran el seguro de desempleo, mientras que muchos andaluces van a vendimiar a Francia, no sólo significa una muestra racista de desprecio hacia los trabajadores extranjeros, sino un desconocimiento de la relación de seguro que mantienen esos y todos los trabajadores con la Administración.

Uno de los casos más recientes de expresiones desafortunadas ha sido el del presunto delincuente y presidente de la Diputación de Castellón Carlos Fabra, que cuando el portavoz de la oposición le estaba cantando las verdades del barquero, no sólo le retiró la palabra sino que lo llamó hijo de puta. Este prócer, que hace poco nombró a su hija senadora, como Calígula nombrara a su caballo, explicó que ese insulto en su tierra es algo normal.
Algo parecido sucedió cuando el más alto ejecutivo de la Selección española de fútbol, llamó a un jugador inglés “negro de mierda”. Incluso mi admirado escritor Javier Marías trató de quitar hierro al ex abrupto racista del señor Aragonés; hecho que mereció un duro comentario en el Süddeutsche Zeitung de Munich, bajo el título de “Los tres idiotas” que no eran sino el Presidente de la Federación, el Seleccionador y el propio Marías.

El caso más actual es el oscarizado Javier Bardem.
Entre los muchos problemas del PP, destaca su imposibilidad para conseguir una cierta hegemonía cultural entre actores, directores de cine o teatro, músicos o escritores “serios”del ámbito español; algún tipo de identidad cultural.
No recuerdo ningún caso en el que de este colectivo artístico surgiera un manifiesto apoyando a la derecha española. Sí, lo contrario.
Esta imposibilidad de identidad cultural con los famosos de estas artes hace que cualquier desliz de uno de ellos salte amplificado a los medios controlados por esa derecha. Primero fue Banderas, a quien el diario ABC acusó, no ya de huir de España sino de haber conseguido favores de la Junta Andaluza para vender jamones en EE.UU.
Ahora le ha tocado a Bardem. Javier Bardem, hijo de comunistas, suele aparecer como cabecilla de cualquier protesta contra los desmanes de la derecha: Irak, Prestige, sedaciones de Leganés,...Ahora ha sido este actor quien, quizá pensando que seis mil kilómetros son suficientes para que el viento borre las palabras, ha dicho que: “Los españoles son duros” y que “le dan ganas de decir ¡basta! Sois un puñado de estúpidos”. Desconozco lo que dijo en español delante de la traductora, pero en cualquier caso se trata de una oración condicional.
Creo que Bardem ni sabe ni le importa lo que diga de él el camarero del bar o el tendero de la esquina; es decir, que se está refiriendo, probablemente, a los componentes de los medios que no soportan ver a un “rojo” pasear por la “alfombra roja”con un óscar en la mano.

Hace ya bastantes años que Ludolfo Paramio, a la sazón miembro de la Ejecutiva del PSOE, dijera que “los periodistas son unos hijos de puta”, declaración que a mi me consta que no rectificó.
Fue, sin duda, una generalización exagerada. Personalmente, no creo que abunden más las malas personas entre los periodistas que entre los peritos agrícolas o cualquier otro colectivo. Lo que ocurre es que la función principal del periodista es largar, para bien o para mal de algunos.
Asi, en los medios hay individuos geniales que hubieran triunfado en cualquier otra actividad, ya fuera construyendo puentes o investigando en física cuántica. Hay otros, la mayoría, que llenan las páginas de los diarios con sus redacciones; y entre estos, los hay que se inventan conjuras de ácido bórico y matarratas, y otros que defienden el aborto a plazos. Para mí, uno de los problemas es que los periodistas tengan las columnas en propiedad, como los funcionarios sus plazas; lo que me hace pasar de largo por las páginas o soportar el mismo tostón cada día.

Y para acabar con lo de las maliinterpretaciones, trataré algo que, aunque surgido hace algunos meses, todavía sigue en el candelero. Y es que Savater, el autor del conocido “Manifiesto”, parece seguir insatisfecho con el eco de su escrito. En la cabecera de su primer intento de explicación en El País parecía indicar que no haría más apologías de su j’accuse, pero en la primera semana de septiembre insistía en otro artículo, diciendo que “un texto tan sencillo como el Manifiesto es patentemente malinterpretado”
Arranca éste último artículo con una parábola desafortunada sobre los que prefieren no oír. Todo el mundo lo ha oído (leído) y práen que entre los que lo han comprendido y jaleado no figuran quienes Savater esperaba; sí, por el contrario, los Dragó, F J Losantos o los Pedro Jotas y, naturalmente, el señor Rajoy, que se apunta a un bombardeo.
Los anhelados, o han hecho comentarios tibios o han guardado un prudente silencio.
Aparte de seguir intentando explicárnolo, qué otra cosa podría haber hecho el autor, además de de dejar de insultar a los que lo “malinterpretan”, de los que dice cosas como que él no se pone a cuatro patas como ellos, o que para esos no puede ser un insulto a la inteligencia; argumentos, creemos, poco apropiados para que un catedrático de ética defienda su postura.

Podría, Savater, haber hecho como Steiner, que tras el agravio comparativo que supuso una frase suya para el gallego frente al catalán: rectificó rápida y rotundamente.
O, quizá, a la vista de los palmeros que le han salido, podía también haber hecho como August Bebel, el poítico alemán de principios del siglo pasado que al ver, tras un discurso, como le aplaudía la derecha, se dijo algo así como “Qué tontería habrás dicho, viejo Bebel, que te aplaude la derecha”.

Otra posibilidad fuera la de seguir el sabio consejo de Sancho y decir que “cuánto mejor será no menear el arroz, aunque se pegue”

JGM

2008-09-05

¿Decisiones racionales en la 2ª GM?


Hace un año que se publicó en Inglaterra y en otros países de habla inglesa un nuevo trabajo del profesor lan Kershaw que, bajo el título: Fateful Choices: Ten decisions that changed the World[1] recoge las diez decisiones trascendentales que, según el autor, tomaron entre 1940 y 1941 los contendientes del Eje y los Aliados en los momentos más álgidos del comienzo de la segunda guerra mundial.

Este catedrático inglés de Historia Moderna de la Universidad de Sheffield ya nos asombró con su extraordinaria biografía de Adolf Hitler, dos tomos que suman en español más de 2.200 páginas y que sirven no sólo para describir la vida de tan nefasto sujeto, sino para analizar a sus secuaces más próximos y la complicidad tácita o expresa de la mayoría de los estamentos alemanes, así como el influjo del nazismo en la población. Pero además del interés como estudio político-sociológico, nos sirvió su inmenso y documentado trabajo para seguir día a día el curso de la guerra a través del prisma de su principal agente: el nazismo.

Elige el autor diez momentos en el período 1940-1941 en los que los dirigentes políticos de los países envueltos en el conflicto hubieron de tomar decisiones trascendentales.

El primer capítulo, que pensamos que el autor considera como uno de los momentos más trascendentales de la guerra, nos narra la decisión británica de seguir la lucha contra Alemania en mayo de 1940.

En algunos casos, creemos que más que de evaluaciones o preferencias se trataba de simples dilemas impuestos por el agresor: Francia, derrotada militar y moralmente, se rindió; mientras que Inglaterra, amparada por su insularidad, su potente armada, sus colo. El Gabinete de Guerra, presidido por Churchill, decidió entre el 25 y el 28 de mayo seguir combatiendo. Como si el dios de la guerra premiara las decisiones valientes, siete días después se completaba el rescate en Dunkerke del ejército expedicionario británico junto a un contingente franco-belga de casi medio millón de soldados). Poco después, entre Julio y Octubre, se libró una larga batalla aérea entre Alemania y Gran Bretaña, conocida como “La batalla de Inglaterra”. Los británicos lo consideraron, al igual que el “milagro” de Dunkerke, como una gran victoria. No cabe duda de que, si no una victoria, sí patentizó la imposibilidad para Alemania de invadir el Reino Unido. El propio Kershaw reconoce que las decisiones del Gabinete de Guerra entre el 25 y el 28 de mayo no cambiaron nada : “Britain was already at war with Hitler’s Germany, and now simply continúes to stay in the fight . Pero señala, eso sí, que una decisión tan crucial supuso rechazar la alternativa de una negociación con Hitler y evitar, así, las posibles consecuencias negativas de ese acuerdo.

El segundo capítulo trata sobre la decisión nazi de invadir la Unión Soviética, una decisión personal de Hitler de conquistar el último bastión del continente y mostrar, así, a Gran Bretaña el aislamiento en que quedaba. Un pretexto poco creíble, ya que desde que lo expuso en “Mein Kampf”, la suprema intención de Hitler era buscar “lebensraum” en el este, es decir, en Rusia. La invasión de Polonia fue un simple acercamiento a las fronteras rusas. Kershaw se centra en el wishful thinking de Stalin, que ignoraba los avisos de la inminente invasión nazi.

Probablemente, la decisión más trascendental fue, por parte de Hitler, fue la de invadir la Europa occidental, alterando así la “phoney war”, declarada en septiembre del año anterior. Quizá no entraba en sus planes iniciales luchar en oeste, pero la declaración de guerra por parte de Alemania y Francia le forzara a ello. El autor no incluye este hecho, ya que se ciñe estrictamente al periodo 1940-1941.

Hay tres capítulos que tienen un denominador común: la declaración de guerra del Tripartito a los Estados Unidos. Primero Japón, tras su sorpresivo ataque a Pearl Harbour y, cuatro días después, la de los otros dos miembros del Eje.

Kershaw se pregunta cómo pudo suceder que esos tres países, que no tenían ninguna posibilidad de atacar el territorio norteamericano, tomaran una decisión tan arriesgada a corto, medio y largo plazo, sin ninguna obligación pactada, ya que los acuerdos entre los tres sólo suponían el apoyo de los otros en caso de agresión de un tercero, hecho que sucedió a la inversa. En el caso alemán, considera que fue un gesto más de la irracionalidad del Führer en su huída hacia delante, tras ver fracasados sus intentos de derrotar a Gran Bretaña y de someter a la URSS (intentos fallidos de rendir Moscú y Leningrado).

En el caso japonés, parece que las decisiones tomadas en 1940 le forzaban a la acción un año después. Señala el autor que la incontinencia de sus jefes militares y el fatalismo del Emperador sólo contemplaban en su afán expansionista el dilema de ir hacia el norte (soviético) o atacar el sur (anglo norteamericano). Kershaw nos muestra que cualquier intento de evitar la guerra era renunciar al “incidente chino” y mandar a casa a las tropas desplegadas en el continente asiático; algo a lo que ni el Ejército ni la Armada japonesa estaban dispuestos a permitir.

En el capítulo dedicado a la Italia fascista, Kershaw muestra las dudas de Mussolini sobre cuándo intervenir. Ni el rey Victor Emanuel III, ni la opinión pública italiana parecían mostrarse muy por la labor. Finalmente entró en la contienda en Junio de 1940, deslumbrado por el derrumbe francés pero también cuando los alemanes empezaron a la imposibilidad de invadir Gran Bretaña y ganar, así, la guerra en el oeste. Cuatro meses después, decidió, unilateralmente, Mussolini la desdichada aventura de invadir Grecia –parece que Hitler pataleaba de rabia-. Y al año siguiente tomaba la, para el autor, hilarante decisión de declarar la guerra a los Estados Unidos.

Como parece norma en los profesores ingleses, el autor no se muestra, en general, insultante con los individuos. Puede hablar de lunacy en las consideraciones de los líderes o de psichofancy o inepcia en la de sus lugartenientes, pero llaman la atención sus juicios sobre la actuación italiana en el conflicto. Escribe Kershaw al final del capítulo dedicado a Italia:

“The imbecility of Mussolini’s decision reflected the dictator’s personal shortcomings. But it was also the imbecility of a political system”[2]

En el capítulo dedicado a la operación “Barbarroja”, la invasión de la URSS por los nazis, establece Kershaw un paralelismo entre Stalin y Hitler en cuanto al poder absoluto que detentaban, algo menos notorio en el caso de los otros miembros del Tripartito (ni Mussolini ni Kenzo o Tojo eran jefes del Estado), si bien la diferencia entre los dos dictadores era que mientras que Hitler destituía a sus generales, Stalin los hacía fusilar; un hecho que, en el segundo lustro de los treinta, consiguió descabezar el mando militar soviético. El autor valora, sin embargo, la decisión de Stalin de permanecer en Moscú cuando las tropas alemanas se encontraban a pocos kilómetros de la capital. La alternativa era la rendición o trasladar su puesto de mando detrás de los Urales.

Son dos los capítulos en los que Kershaw aborda la posición norteamericana tras la invasión alemana de Francia. Los comienzos del conflicto sirvieron ya para despertar la necesidad de reforzar el débil potencial bélico norteamericano –en 1933, su ejército contaba sólo con 140.000 soldados, una cifra ridícula comparada con la de los ejércitos europeos-. El autor, buen conocedor de las relaciones entre los poderes del sistema presidencialista norteamericano, describe los pasos meditados de Roosevelt para no enfrentarse al aislacionismo del Congreso ni a una poderosa opinión pública: el Presidente había hecho en 1940 una solemne declaración a las madres norteamericanas, prometiéndoles que bajo ningún concepto enviaría a sus hijos a luchar a ningún país extranjero.

Nos describe el autor cómo, pese al ansia de Churchill por ver a Roosevelt comprometido en la guerra, los pasos del presidente norteamericano fueron cautelosos. Tras un período de dudas, aprobó la cesión de cincuenta destructores, que aunque no prestaran una ayuda valiosa, sirvieron para elevar la moral británica y enfurecer a Hitler. Kershaw describe el talento carismático de Roosevelt, cuando, recurriendo a una ingeniosa parábola justificaba el deber de prestar la manguera al vecino de al lado si se incendiaba su casa, sin negociar previamente las condiciones del préstamo; convenciendo, así, a sus ciudadanos de la necesidad del acuerdo de “Prestamo y arriendo” por el que se enviaba material estratégico a las islas británicas. El paso posterior fue la protección de los convoyes que llevaban ese material. Roosevelt no tuvo necesidad de continuar su pugna política con el aislacionismo parlamentario ni con las reticencias de la opinión pública : el salvaje ataque japonés a Pearl Harbour y la irreflexiva declaración de guerra de los miembros del Tripartito zambulló bruscamente a Estados Unidos en el conflicto, ya mundial.

El último capítulo versa sobre el Holocausto. Duda el autor en señalar, dentro de la guerra más cruel que nunca haya sufrido la humanidad, cuál ha sido el mayor de los horrores: bombardeo masivo de ciudades indefensas, matanza de prisioneros de guerra, éxodos forzados de grandes colectivos, represalias sobre civiles, etc. Pero hay un hecho que para el autor señalará para siempre el summum del horror: la matanza planificada, burocratizada y sistemática de seis millones de judíos (señala el autor que el objetivo era el doble de esa cifra).

Establece Kershaw un paralelismo inicial entre la matanza de más de un millón de armenios en Turquía a principios del siglo pasado y el Holocausto. Una matanza indiscriminada aquella, cuya impunidad solía utilizar Hitler ante sus generales para persudiarles de perpetrar sus fechorías. De ahí que nos reafirmemos en que ningún crimen contra la humanidad debiera prescribir.

Tras la declaración de guerra a los Estados Unidos en diciembre de 1941, parece que Hitler decidió que ya no había ningún impedimento para llevar a cabo su larga y meditada intención de “limpieza étnica”, eliminando a los judíos de Europa.

El autor nos muestra que en realidad, la “solución final” no fue una decisión tomada en un momento preciso. Los orígenes se situaban en la paranoia lunática que Hitler ya mostraba en sus escritos y discursos veinte años atrás, sobre todo en su obra cumbre “Mein Kampf”, aunque ya lo había expresado en 1919, culpando a los judíos de la derrota alemana en la 1ª GM. No importaba que los judíos constituyeran una minoría (en 1933, eran el 0.76% de la población alemana) que no controlaba ningún área de influencia en el país e, incluso, que se sentían integrados socialmente. Ya en su biografía de Hitler, el autor intentó descubrir los motivos de esa paranoia en el Führer, sin llegar a ninguna conclusión; parece que hasta el médico que trataba a su adorada madre era judío.
Ya en 1933, comenzó el boicot a los negocios judíos. Siguieron las leyes que los incapacitaban para ocupar cargos públicos. Los pogromos de 1938 (Reichkristallnache) hicieron sonar todas las alarmas. La “profecía” de Hitler en enero de 1939 fue el aldabonazo final.
Bastantes judíos alemanes comprendieron que, parafraseando a Faulkner, “las malas personas no te engañan, no cambian nunca” y se exiliaron en ese período, malvendiendo sus propiedades o pagando ignominiosos “rescates” al Gobierno nazi.
Más trágica fue para el autor la suerte de los judíos soviéticos o los del resto de Europa, que de un día para otro vieron, desprevenidos e inermes, cómo caía sobre ellos la bota nazi. El autor nos habla de la complicidad que encontraron los verdugos alemanes en muchos de los países invadidos, por ejemplo en el
infame Gobierno de Vichy.

A lo largo del análisis de esos momentos trascendentes, no trata el autor en ningún momento de proponer ucronías. Incluso emplea en sus reflexiones finales el pasado de los verbos modales ingleses, por cierto incursivados: might, could; considerando los what if como meros ejercicios especulativos (“a harmless but pointless diversión from the real question of what happened and why”).

Las notas y la bibliografía utilizadas por el autor ocupan 112 páginas de la obra, lo que idea de la minuciosidad, el rigor y la pasión investigadora de Ian Kershaw.

Si bien el autor no explicita en ningún momento cuáles fueron los puntos de inflexión en ese conflicto, si facilita al lector la visión de cuáles fueron de los hitos que marcaron los cambios de rumbo en la contienda. Naturalmente, los más de seis decenios transcurridos permiten hoy este análisis, lo que no impide que imaginemos la dificultad de cualquier prognosis en aquellos días y veamos lo relatado con todo el dramatismo con que lo expone el autor.

Todas las guerras tienen componentes altamente irracionales, pero ante el momento histórico desconcertante en que nos sumerge el trabajo de Ian Kershaw, nos parece difícil contemplarlo desde un prisma polemológico, haciendo cualquier estudio científico de la guerra como fenómeno social.

Desde finales del siglo pasado, la Teoría de la Decisión Racional (Rational Choice) se ha convertido en una escuela fundamental de la ciencia política. En esta obra, anterior al establecimiento de esas teorías, nos encontramos con unos procesos de toma de decisiones (Decisión Making) que ya sabemos que no tienen por que ser racionales.

En suma, un penetrante análisis de unos momentos decisivos que presumiblemente cambiaran el curso de la Historia de la Humanidad y que no sólo alteraron los mapas geográficos y étnicos europeos, sino que afectaron en mayor o menor medida a todos los continentes.

JGM


[1] He leído en la Web que Editorial Península prepara una traducción de esta obra

[2] “La imbecilidad de la decisión de Mussolini reflejaba su mediocridad intelectual, así como, también, la imbecilidad de un sistema político”

(Las fotos corresponden a la obra comentada)