2008-12-11

El Día de la Inmaculada


El fragor desatado en la Primavera de los pueblos trajo consigo cierto despertar de las mujeres, algunas de las cuales se organizaron para reivindicar derechos políticos y derechos de género; muchas no sólo actuaron como compañeras del revolucionario, caso de Anita Garibaldi, sino de forma más independiente de los hombres, ya fueran las Vésuviennes o la indómita George Sand.

El beatísimo, y hace poco nombrado santísimo, Papa Pío IX, al que el comienzo de esa época fulgurante hizo salir por píes de Roma hacia la napolitana Gaeta, mientras los austríacos, que lo acusaban de “liberal”, ocupaban Ferrara., fue quien, quizá alarmado por el revuelo que podía organizarse en la mitad de su rebaño, decidió equiparar a todo esa mitad del género humano con la madre de Dios, de su dios.
Y aquí viene el intríngulis de la cuestión. Sabida es la extravagante manía que le tiene esa gente a la función sexual de los humanos, para la que el menor roce entre las gentes no es pecatta minuta; algo que convierte el pecado original en el pecado carnal. Así pues, aquel santo beato no podía imaginar a la
madre de Dios ni al hijo humanizado de éste, como frutos del pecado venéreo y decidió remediarlo.
Para ello, decidió este intelectual católico (¡otro!), reinante en época tan convulsa, luchar en varios frentes a la vez. Por un lado, denostaba de todas las derivas del enciclopedismo, hasta el punto de incluir en sus proclamas una tipología de aberraciones laicistas que ni el obispo Rouco podría enumerar. Por otro lado, intentaba que las mujeres permanecieran en su papel de madres amantísimas.
La conclusión del Pontífice fue hacer una declaración solemne que incluyera no sólo a los nuevos ismos sino también la irrefutable virginidad de la madre de Dios Parece ser que alguno de sus colaboradores –entre ellos nuestro Donoso Cortés- debieron decirle que no juntara churras con merinas; y así apareció por un lado el “Syllabus” como un apéndice que acompañaba a la encíclica Quanta Cura y, por otro, la bula Ineffabilis Deus, en la que se establece no sólo esa virginidad innegable
de María de Nazareth sino también la de su madre santa Ana.
Para que no quepa duda de la certeza de la afirmación, el propio Papa Pío Nono inventa el concepto de la infabilidad papal para sus dogmas.
La lógica del suceso es que, dado que los Evangelios no dudan del embarazo de María y del alumbramiento en el cobertizo de Belén, su concepción a petición del Arcángel la convertiría en la primera madre, el primer vientre, de alquiler de la historia.
Para reforzar esa leyenda los padres tridentinos instaron a los artistas a utilizar como modelos para la Virgen a muchachas impúberes y, para san José, a ancianos venerables, sin recordar aquel refrán cas
tellano de que “antes pierde el viejo el diente que la simiente”.

Llama la atención, con lo fácil que les resultaba a los griegos resolver las relaciones carnales entre dioses y humanos, la dificultad de estos cristianos para resolver esas cuestiones. Para los griegos, tras el sicalíptico encuentro de Leda con Zeus, padre de todos los dioses, Hermes pone los huevos resultantes entre los muslos de Leda para que lo “alumbre”. De cada huevo nacen dos mellizos, dos divinos y dos humanos.

La larga historia del cristianismo ofrece teorías más extravagantes para solucionar este problema; así, Agustín de Hipona, otro intelectual católico avant la page , proponía que la Virgen concibió a Jesucristo por una oreja - una historia que nos recuerda las audaces y lúbricas tentativas de un personaje del mexicano Fernando del Paso para con su prima, en la novela “Palinuro de México”.

La diferencia hoy día es que el Estado moderno griego no celebra con tanto boato oficial el alumbramiento de aquel “huevo”. Pero nosotros sí:
Los avatares de la historia hicieron que prácticamente coincidieran el día de la proclamación de la Constitución de 1978 (6 de diciembre) con el día de la proclamación de la virginidad de María de Nazareth y de su madre (8 de diciembre) ; y como esa separación entre conmemoraciones tan solemnes llama a un “puente” festivo en lo laboral; que si cae en mitad de la semana puede llevar a cinco días de asueto y, para los más espabilados, a toda la semana, hizo pensar a los políticos constitucionales en, si no hacerlas coincidentes, sí en hacerlas correlativas.
El Poder civil instó al Poder vaticano a mover su efemérides, y éste se negó, aduciendo como que ellos llegaron primero. Los empresarios, quizá los más perjudicados, se resignaron, con la excepción de los industriales de la distribución, probablemente liderados por el “gran almacén”, que aprovecharon la ocasión para separar la fiesta de la madre del hijo de Dios de la madre de los terrenales, y trasladaron la fiesta de esta última al mes de Mayo, un mes donde no se abarrota el consumo de regalos como ocurre en los treinta días entre el ocho de diciembre y el seis de enero.

Y aquí estamos, con una Constitución laicista en su letra y como si no hubiera transcurrido un milenio desde los sucesos de Canosa.

JGM

Arriba: "Inmaculada Concepción" de Murillo. Oratorio de San Felipe. Cádiz
Abajo: "Leda y cisne" Museo Matthiesen N.Y.

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