Los comienzos de este 2011 han sido generosos en nuestra producción literaria. Destacaré tres de entre ellas -no porque piense que son las mejores sino porque el resto no las le leído aún.
Manuel Vicent explica al comienzo de su última obra, “Aguirre, el magnífico”, cómo, en un festejo literario, el cura Aguirre le presenta ante el rey como su biógrafo post-mortem. Puede que sea una broma más de la divertida biografía. Aunque sólo sea por las declaraciones de la duquesa, parece claro que el rey jamás legaría sus anotaciones para que Vicent construyera su biografía.
El propio Vicent se jacta de su vagancia como escritor; hecho que parece cierto, puesto sus obras se caracterizan por las pocas páginas, los tipos grandes y los renglones espaciados. Es como si la columna dominical en El País colmara sus apetencias literarias. Ya, en las biografías de personajes que escribe algunas veces en una página grande de Babelia, da la sensación de estar deseando acabarla.
Se trata de una biografía divertida que se lee de un tirón, no ya por el breve formato sino también por la amenidad del escritor, por la precisión irónica de sus términos y, en el caso de mucho lectores, entre los que me cuento, porque resulta ser la crónica amena de una época. Vicent trata de hacer bosquejos anecdóticos de los personajes de la progresía ilustrada madrileña de un periodo que transcurre desde mediados los sesenta hasta el afianzamiento de la democracia; todos ellos danzando alrededor del editor y futuro duque, al que recordamos como el gran animador de las ferias del libro en El Retiro madrileño.
Es la biografía desenfada y jocosa de una vida que, sin embargo, rezuma tristeza; la de un hombre que pudo reinar en Roma y acabó en la cima de la nobleza española. Un tipo singular, que de haber ejercido sus derechos hubiera podido lograr que cualquier Borbón le hubiera cedido el paso para entrar en la catedral de Sevilla.
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Muy esperada era Los enamoramientos, la nueva novela de Javier Marías tras su imponente trilogía -1.600 páginas- Tu rostro mañana. El primer párrafo de Los enamoramientos nos recuerda la forma en que la escritora inglesa P. D. James comienza sus novelas policíacas: con el anuncio de un crimen, de un asesinato. No se trata aquí, sin embargo, de un thriller, porque el autor no lo ha concebido como tal; tampoco es un relato de suspense, aunque al final contengamos el aliento ante alguna decisión trascendente de la narradora.
En torno al recuerdo del muerto, los personajes –pocos- se enamoran y se desenamoran –o creen que hacen una cosa o la otra-. La narradora –novedad, poco creíble, en las novelas de Marías- conjetura, reflexiona, intenta indagar la verdad, bien que sin ningún afán detectivesco; mas bien en un marco donde predominan la curiosidad, la ambigüedad y el azar. Todo expresado a través de “la palabra interior”.
En un momento dado, el segundo protagonista comenta a la narradora, acerca de una novela de Balzac, El coronel Chabert, que “es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas”. Un comentario, propio de ese personaje ambiguo, alejado, en general, de lo que los lectores sienten ante el impacto de una novela: aún recordamos los dramáticos capítulos, probablemente de la tercera parte de Tu rostro mañana, donde el narrador y su mentor ejercen, cada uno por su lado, una violencia extrema, impune: en un caso, sobre un machista idiotizado, y en el otro sobre un maltratador cínico.
Al igual que la biografía de Aguirre, se puede leer éste como un libro sin complicaciones, bien que sin las sonrisas con las que se lee el del duque. Los hechos transcurren de forma lineal en el tiempo, y en un espacio delimitado de Madrid. Se puede seguir sin sostener un lápiz en la mano y sin tener cerca el DRAE – no como ocurría con las novelas de Juan Benet, el maestro de Marías-. Las palabras son precisas y las frases concisas, lo habitual en este autor; que se recrea, sin embargo, en la repetición de esas ideas con otras palabras, enriqueciendo el texto. También permite hacer una lectura más lenta, parándose a meditar con la narradora en sus reflexiones.
Una lectora perspicaz, mi correctora favorita, me descubre que el último párrafo de la novela es la repetición calcada del final de un subcapítulo del capítulo II (página 152). Este lector no sabe si pensar en un scherzo del autor o en una broma del Copy and Paste, hipótesis esta última poco probable dado que, al parecer, Marías no utiliza un ordenador para escribir. Quizá haya sido un error del transcriptor al Word, aunque bien mirado, el corrector debería haber denunciado la comilla simple de cierre. Otra cuestión accidental para esta edición de la novela.
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El tercer comentario versa sobre El sueño del celta, la última novela de Vargas Llosa tras La fiesta del Chivo. Resulta inevitable referirse a esa obra anterior, a mi juicio realmente brillante tanto por la estructura narrativa -la alternancia de los relatos a lo largo de los capítulos-, como por el estudio de los personajes- muchos de ellos reales-. Un libro que era necesario también para desvelar las tropelías de aquella familia de sátrapas: los Somoza.
No alcanzan el mismo nivel aquí las aventuras y las, más bien desventuras, de Roger Casement, un oscuro irlandés, emisario diplomático bajo la Corona inglesa para denunciar el trato infame que los caucheros, primero en el Congo otorgado al rey Leopoldo de Bélgica; y después en la Amazonía brasileña, daban a los indígenas.
No por conocida la iniquidad de ese monarca belga, resulta menos estremecedor el relato de las atrocidades perpetradas en los dos lugares, bien que ambos relatos coinciden prácticamente y no parecen dar más de sí. Se trata de los mismos sayones, separados, bajo el ecuador, por treinta y tantos grados de longitud meridiana.
Quizá uno de los aspectos que nos hagan seguir el relato con cierta desgana sea la falta de convicción del personaje, que a la vez que ofrece cierta fortaleza moral en la denuncia de las tropelías de los colonizadores, nos muestra su inestabilidad emocional, por ejemplo, en cuanto a la represión de sus instintos: recordemos que apenas treinta años atrás, el también irlandés Oscar Wilde languidecía en la prisión de Reading por motivos similares a los agravaron la condena de Casement.
Tampoco resulta convincente la otra cara del relato: la concienciación cuasi repentina del personaje al independentismo. En cualquier caso, tanto entonces como ahora, su conducta en tiempos de guerra sólo tiene un veredicto: alta traición.
Quizá debamos recordar que en las luchas por la independencia de Irlanda hayan incidido más los avatares de las dos guerras mundiales que las luchas patrióticas: el Home Rule, tras la primera, y la independencia de Eire, tras la segunda; y que después de una cruenta y larga lucha, la situación de Éireann (Irlanda del Norte) permanece más o menos estancada.
En suma, cuatrocientas cincuenta páginas más próximas al oficio que muestra Vargas Llosa en sus obras menores que a la grandeza de la siniestra historia del chivo.
Julio G. Mardomingo
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