Hace un año que se publicó en Inglaterra y en otros países de habla inglesa un nuevo trabajo del profesor lan Kershaw que, bajo el título: Fateful Choices: Ten decisions that changed the World[1] recoge las diez decisiones trascendentales que, según el autor, tomaron entre 1940 y 1941 los contendientes del Eje y los Aliados en los momentos más álgidos del comienzo de la segunda guerra mundial.
Este catedrático inglés de Historia Moderna de la Universidad de Sheffield ya nos asombró con su extraordinaria biografía de Adolf Hitler, dos tomos que suman en español más de 2.200 páginas y que sirven no sólo para describir la vida de tan nefasto sujeto, sino para analizar a sus secuaces más próximos y la complicidad tácita o expresa de la mayoría de los estamentos alemanes, así como el influjo del nazismo en la población. Pero además del interés como estudio político-sociológico, nos sirvió su inmenso y documentado trabajo para seguir día a día el curso de la guerra a través del prisma de su principal agente: el nazismo.
Elige el autor diez momentos en el período 1940-1941 en los que los dirigentes políticos de los países envueltos en el conflicto hubieron de tomar decisiones trascendentales.
El primer capítulo, que pensamos que el autor considera como uno de los momentos más trascendentales de la guerra, nos narra la decisión británica de seguir la lucha contra Alemania en mayo de 1940.
En algunos casos, creemos que más que de evaluaciones o preferencias se trataba de simples dilemas impuestos por el agresor: Francia, derrotada militar y moralmente, se rindió; mientras que Inglaterra, amparada por su insularidad, su potente armada, sus colo. El Gabinete de Guerra, presidido por Churchill, decidió entre el 25 y el 28 de mayo seguir combatiendo. Como si el dios de la guerra premiara las decisiones valientes, siete días después se completaba el rescate en Dunkerke del ejército expedicionario británico junto a un contingente franco-belga de casi medio millón de soldados). Poco después, entre Julio y Octubre, se libró una larga batalla aérea entre Alemania y Gran Bretaña, conocida como “La batalla de Inglaterra”. Los británicos lo consideraron, al igual que el “milagro” de Dunkerke, como una gran victoria. No cabe duda de que, si no una victoria, sí patentizó la imposibilidad para Alemania de invadir el Reino Unido. El propio Kershaw reconoce que las decisiones del Gabinete de Guerra entre el 25 y el 28 de mayo no cambiaron nada : “Britain was already at war with Hitler’s Germany, and now simply continúes to stay in the fight” . Pero señala, eso sí, que una decisión tan crucial supuso rechazar la alternativa de una negociación con Hitler y evitar, así, las posibles consecuencias negativas de ese acuerdo.
El segundo capítulo trata sobre la decisión nazi de invadir la Unión Soviética, una decisión personal de Hitler de conquistar el último bastión del continente y mostrar, así, a Gran Bretaña el aislamiento en que quedaba. Un pretexto poco creíble, ya que desde que lo expuso en “Mein Kampf”, la suprema intención de Hitler era buscar “lebensraum” en el este, es decir, en Rusia. La invasión de Polonia fue un simple acercamiento a las fronteras rusas. Kershaw se centra en el wishful thinking de Stalin, que ignoraba los avisos de la inminente invasión nazi.
Probablemente, la decisión más trascendental fue, por parte de Hitler, fue la de invadir la Europa occidental, alterando así la “phoney war”, declarada en septiembre del año anterior. Quizá no entraba en sus planes iniciales luchar en oeste, pero la declaración de guerra por parte de Alemania y Francia le forzara a ello. El autor no incluye este hecho, ya que se ciñe estrictamente al periodo 1940-1941.
Hay tres capítulos que tienen un denominador común: la declaración de guerra del Tripartito a los Estados Unidos. Primero Japón, tras su sorpresivo ataque a Pearl Harbour y, cuatro días después, la de los otros dos miembros del Eje.
Kershaw se pregunta cómo pudo suceder que esos tres países, que no tenían ninguna posibilidad de atacar el territorio norteamericano, tomaran una decisión tan arriesgada a corto, medio y largo plazo, sin ninguna obligación pactada, ya que los acuerdos entre los tres sólo suponían el apoyo de los otros en caso de agresión de un tercero, hecho que sucedió a la inversa. En el caso alemán, considera que fue un gesto más de la irracionalidad del Führer en su huída hacia delante, tras ver fracasados sus intentos de derrotar a Gran Bretaña y de someter a la URSS (intentos fallidos de rendir Moscú y Leningrado).
En el caso japonés, parece que las decisiones tomadas en 1940 le forzaban a la acción un año después. Señala el autor que la incontinencia de sus jefes militares y el fatalismo del Emperador sólo contemplaban en su afán expansionista el dilema de ir hacia el norte (soviético) o atacar el sur (anglo norteamericano). Kershaw nos muestra que cualquier intento de evitar la guerra era renunciar al “incidente chino” y mandar a casa a las tropas desplegadas en el continente asiático; algo a lo que ni el Ejército ni la Armada japonesa estaban dispuestos a permitir.
En el capítulo dedicado a la Italia fascista, Kershaw muestra las dudas de Mussolini sobre cuándo intervenir. Ni el rey Victor Emanuel III, ni la opinión pública italiana parecían mostrarse muy por la labor. Finalmente entró en la contienda en Junio de 1940, deslumbrado por el derrumbe francés pero también cuando los alemanes empezaron a la imposibilidad de invadir Gran Bretaña y ganar, así, la guerra en el oeste. Cuatro meses después, decidió, unilateralmente, Mussolini la desdichada aventura de invadir Grecia –parece que Hitler pataleaba de rabia-. Y al año siguiente tomaba la, para el autor, hilarante decisión de declarar la guerra a los Estados Unidos.
Como parece norma en los profesores ingleses, el autor no se muestra, en general, insultante con los individuos. Puede hablar de lunacy en las consideraciones de los líderes o de psichofancy o inepcia en la de sus lugartenientes, pero llaman la atención sus juicios sobre la actuación italiana en el conflicto. Escribe Kershaw al final del capítulo dedicado a Italia:
“The imbecility of Mussolini’s decision reflected the dictator’s personal shortcomings. But it was also the imbecility of a political system”[2]
En el capítulo dedicado a la operación “Barbarroja”, la invasión de la URSS por los nazis, establece Kershaw un paralelismo entre Stalin y Hitler en cuanto al poder absoluto que detentaban, algo menos notorio en el caso de los otros miembros del Tripartito (ni Mussolini ni Kenzo o Tojo eran jefes del Estado), si bien la diferencia entre los dos dictadores era que mientras que Hitler destituía a sus generales, Stalin los hacía fusilar; un hecho que, en el segundo lustro de los treinta, consiguió descabezar el mando militar soviético. El autor valora, sin embargo, la decisión de Stalin de permanecer en Moscú cuando las tropas alemanas se encontraban a pocos kilómetros de la capital. La alternativa era la rendición o trasladar su puesto de mando detrás de los Urales.
Son dos los capítulos en los que Kershaw aborda la posición norteamericana tras la invasión alemana de Francia. Los comienzos del conflicto sirvieron ya para despertar la necesidad de reforzar el débil potencial bélico norteamericano –en 1933, su ejército contaba sólo con 140.000 soldados, una cifra ridícula comparada con la de los ejércitos europeos-. El autor, buen conocedor de las relaciones entre los poderes del sistema presidencialista norteamericano, describe los pasos meditados de Roosevelt para no enfrentarse al aislacionismo del Congreso ni a una poderosa opinión pública: el Presidente había hecho en 1940 una solemne declaración a las madres norteamericanas, prometiéndoles que bajo ningún concepto enviaría a sus hijos a luchar a ningún país extranjero.
Nos describe el autor cómo, pese al ansia de Churchill por ver a Roosevelt comprometido en la guerra, los pasos del presidente norteamericano fueron cautelosos. Tras un período de dudas, aprobó la cesión de cincuenta destructores, que aunque no prestaran una ayuda valiosa, sirvieron para elevar la moral británica y enfurecer a Hitler. Kershaw describe el talento carismático de Roosevelt, cuando, recurriendo a una ingeniosa parábola justificaba el deber de prestar la manguera al vecino de al lado si se incendiaba su casa, sin negociar previamente las condiciones del préstamo; convenciendo, así, a sus ciudadanos de la necesidad del acuerdo de “Prestamo y arriendo” por el que se enviaba material estratégico a las islas británicas. El paso posterior fue la protección de los convoyes que llevaban ese material. Roosevelt no tuvo necesidad de continuar su pugna política con el aislacionismo parlamentario ni con las reticencias de la opinión pública : el salvaje ataque japonés a Pearl Harbour y la irreflexiva declaración de guerra de los miembros del Tripartito zambulló bruscamente a Estados Unidos en el conflicto, ya mundial.
El último capítulo versa sobre el Holocausto. Duda el autor en señalar, dentro de la guerra más cruel que nunca haya sufrido la humanidad, cuál ha sido el mayor de los horrores: bombardeo masivo de ciudades indefensas, matanza de prisioneros de guerra, éxodos forzados de grandes colectivos, represalias sobre civiles, etc. Pero hay un hecho que para el autor señalará para siempre el summum del horror: la matanza planificada, burocratizada y sistemática de seis millones de judíos (señala el autor que el objetivo era el doble de esa cifra).
Establece Kershaw un paralelismo inicial entre la matanza de más de un millón de armenios en Turquía a principios del siglo pasado y el Holocausto. Una matanza indiscriminada aquella, cuya impunidad solía utilizar Hitler ante sus generales para persudiarles de perpetrar sus fechorías. De ahí que nos reafirmemos en que ningún crimen contra la humanidad debiera prescribir.
Tras la declaración de guerra a los Estados Unidos en diciembre de 1941, parece que Hitler decidió que ya no había ningún impedimento para llevar a cabo su larga y meditada intención de “limpieza étnica”, eliminando a los judíos de Europa.
El autor nos muestra que en realidad, la “solución final” no fue una decisión tomada en un momento preciso. Los orígenes se situaban en la paranoia lunática que Hitler ya mostraba en sus escritos y discursos veinte años atrás, sobre todo en su obra cumbre “Mein Kampf”, aunque ya lo había expresado en 1919, culpando a los judíos de la derrota alemana en la 1ª GM. No importaba que los judíos constituyeran una minoría (en 1933, eran el 0.76% de la población alemana) que no controlaba ningún área de influencia en el país e, incluso, que se sentían integrados socialmente. Ya en su biografía de Hitler, el autor intentó descubrir los motivos de esa paranoia en el Führer, sin llegar a ninguna conclusión; parece que hasta el médico que trataba a su adorada madre era judío.
Ya en 1933, comenzó el boicot a los negocios judíos. Siguieron las leyes que los incapacitaban para ocupar cargos públicos. Los pogromos de 1938 (Reichkristallnache) hicieron sonar todas las alarmas. La “profecía” de Hitler en enero de 1939 fue el aldabonazo final.
Bastantes judíos alemanes comprendieron que, parafraseando a Faulkner, “las malas personas no te engañan, no cambian nunca” y se exiliaron en ese período, malvendiendo sus propiedades o pagando ignominiosos “rescates” al Gobierno nazi.
Más trágica fue para el autor la suerte de los judíos soviéticos o los del resto de Europa, que de un día para otro vieron, desprevenidos e inermes, cómo caía sobre ellos la bota nazi. El autor nos habla de la complicidad que encontraron los verdugos alemanes en muchos de los países invadidos, por ejemplo en el infame Gobierno de Vichy.
A lo largo del análisis de esos momentos trascendentes, no trata el autor en ningún momento de proponer ucronías. Incluso emplea en sus reflexiones finales el pasado de los verbos modales ingleses, por cierto incursivados: might, could; considerando los what if como meros ejercicios especulativos (“a harmless but pointless diversión from the real question of what happened and why”).
Las notas y la bibliografía utilizadas por el autor ocupan 112 páginas de la obra, lo que idea de la minuciosidad, el rigor y la pasión investigadora de Ian Kershaw.
Si bien el autor no explicita en ningún momento cuáles fueron los puntos de inflexión en ese conflicto, si facilita al lector la visión de cuáles fueron de los hitos que marcaron los cambios de rumbo en la contienda. Naturalmente, los más de seis decenios transcurridos permiten hoy este análisis, lo que no impide que imaginemos la dificultad de cualquier prognosis en aquellos días y veamos lo relatado con todo el dramatismo con que lo expone el autor.
Todas las guerras tienen componentes altamente irracionales, pero ante el momento histórico desconcertante en que nos sumerge el trabajo de Ian Kershaw, nos parece difícil contemplarlo desde un prisma polemológico, haciendo cualquier estudio científico de la guerra como fenómeno social.
Desde finales del siglo pasado, la Teoría de la Decisión Racional (Rational Choice) se ha convertido en una escuela fundamental de la ciencia política. En esta obra, anterior al establecimiento de esas teorías, nos encontramos con unos procesos de toma de decisiones (Decisión Making) que ya sabemos que no tienen por que ser racionales.
En suma, un penetrante análisis de unos momentos decisivos que presumiblemente cambiaran el curso de la Historia de la Humanidad y que no sólo alteraron los mapas geográficos y étnicos europeos, sino que afectaron en mayor o menor medida a todos los continentes.
JGM
1 comentario:
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